El amor…
Utilizamos la misma palabra “amor” para expresar las relaciones hombre-mujer, madre-hijo, madre-hija, padre-hijo, padre-hija o yo-humanidad, porque forman un espectro continuo. Hablando de relaciones sexuales, parece correcto aplicar ese término a toda relación en que existe ternura, consideración y respeto mutuo, desde una interdependencia total. Nadie puede afirmar que sus “condiciones amorosas” son aplicables a aceptables para otra persona; nadie puede estar seguro de que estas condiciones no cambiaran de manera imprevista en uno de los dos componentes de la pareja o en ambos; nadie se halla en situación de conocer su propia mente a la perfección. Quien se entrega al amor debe correr esos riesgos, que no dependen simplemente de sí han tenido relaciones sexuales o no con la persona elegida, aunque esta es una experiencia fuerte que nadie debe extrañarse de que la tradición le haya concedido tanta importancia. A veces dos personas se conocen muy bien, o creen haber solucionado cosas, gracias a un buen intercambio de ideas, y es posible que tengan razón. Pero aun así si bien es una relación merecedora de la palabra amor, es una experiencia potencialmente abierta al fracaso. La tradición ha intentado reducir el número de fracasos estableciendo normas morales de todas clases, pero estas nunca dan buen resultado en el cien por cien de los casos. Ni tampoco sirven de gran cosa para sopesar el valor de las diferentes clases de relaciones.
El sentimentalismo romántico hizo que una generación entera considere el “amor” como una especie de mutua toma de posesión. Algunos amantes modernos que, como Casanova, se rebelan contra esto, están tan obsesionados por no liarse que no aceptan la experiencia esencial a toda relación autentica entre personas. Si el amor sexual puede ser, y lo es, la experiencia humana suprema, también tiene que ser algo arriesgado. Puede proporcionarnos nuestros mejores y nuestros peores momentos. En este sentido es como exhalar un frenesí: las personas excesivamente timoratas se pierden la totalidad de la experiencia; las personas valerosas, y al mismo tiempo, razonables y equilibradas aceptan los riesgos a cambio de las recompensas, pero son conscientes de que existe una notable diferencia entro esto y la temeridad.
En el amor además no se arriesga usted solo, sino también otra persona. Un matrimonio entre dos actores-directores rivales en que cada uno intenta dirigir al otro sin miramientos no es amor. En cambio, si lo es la relación entre una prostituta y un cliente casual en la que, por razones que ellos no lleguen a captar, hay ternura y respeto verdaderos.